DemasiadaFiccion
El lunes veintiuno de septiembre despertó para los habitantes del pueblo de El Alto con el cielo nublado y grisáceo. El meteorólogo del noticiero de radio había pronosticado un día soleado con fuertes vientos en dirección al este, pero había errado otra vez.
Richard Ramos, que había pasado el fin de semana en cama, salió de su casa, pálido y enfermo, a comprar unas aspirinas a la farmacia de Henry. Su anciana madre se encontraba tendida en el sótano detrás de las bolsas negras que guardaban los adornos navideños. Y una araña se metía silenciosa por su nariz oscura y helada.
—Eh,
flaco, ¿qué tienes bueno para el dolor de cabeza?
El farmacéutico miró el cutis pálido y las profundas ojeras de su
cliente.
—Oye,
¿todavía te alcanza para las quince botellas? —rio.
—Qué
va —respondió Richard con cierta indiferencia—. Debe ser gripe o una de esas
virosis de mierda que están dando. —Se sentía débil, desganado y con la cabeza
vacía.
El
jvendedor calmó la expresión burlona de su cara y fue hasta el almacén. Salió
de allí con una caja en las manos y la golpeó contra la mesa del mostrador como
si la estuviera apostando.
—Broxilford.
Toma una ahora y la segunda dentro de seis horas.
—¿No
tienes un poco de agua? —El farmacéutico
asintió y le pasó un vaso cónico de papel—. Tengo la garganta encendida
—agregó, frotándose el cuello. Se lanzó la tableta a la boca y tomó un buche de
agua. El broxilford pasó por la garganta con un sabor amargo como un cristal de
sábila.
—Eso
te ayudará. —El vendedor flexionó uno de los codos y se apoyó sobre el cristal
del mostrador—. ¿Qué te pasó aquí? —preguntó, palpándose la tráquea.
—Esto…,
ah, me corté cuando me rasuraba. No es gran cosa, no me di cuenta hasta
después. —Arrugó la cara—. ¡Mierda! Dame otro vaso de agua, esta pastilla es
muy amarga.
—No
somos caridad, Richard, puedes tomar limonada en tu casa si quieres, te queda a
dos cuadras.
—¡Menuda
suerte! —exclamó con sarcasmo y se alejó del mostrador.
Afuera
las nubes abandonaban el techo del pueblo y la luz del día lentamente abarcaba
su terreno.
—¡Oye!
—gritó el farmacéutico desde atrás—. Se me había olvidado. —Le pasó una pequeña
bolsa de papel marrón—. Lo encargó tu mamá hace tres días.
Richard
se acercó y miró en su interior.
—Me
gustaría apostar a que ya la pagó.
—Perderías.
—Cuando
no, la vieja. —Richard sacó el dinero del bolsillo.
—No
inventes, es una santa.
—Ese
es el mayor problema. El viernes, cuando llegué del trabajo, la encontré en la
sala hablando con dos testigos de Jehová. ¡Puedes creerlo! Los tipos pudieron
llevarse los muebles, dejar a mi madre atada con una nota pegada en la frente e
irse sin ningún problema.
—¿Qué
crees que diría la hipotética nota?
—Yo
que sé, no soy un jodido ladrón.
—Ya
veo. Al parecer sigue habiendo gente honesta por ahí. ¿De qué te hablaron?
Richard
encogió los hombros, mostrando un pequeño gesto de dolor mientras pensaba;
todavía tenía el mal sabor de boca y hacía demasiado calor.
—No
recuerdo — respondió con una mueca extrañada, y se rascó la herida en el
cuello. El dueño de la farmacia frunció las cejas.
—Espera.
¿A qué hora llegas de trabajar?
—A
las seis, como todos. Creo que te lo comenté una vez.
—Y
tu mamá los dejó entrar a esa hora.
—A
los testigos de Jehová. Mierda, sí. Parece que ahora tienen horarios nocturno
los muy cabrones.
El
farmacéutico tragó saliva y apartó las manos de encima del mostrador.
—Richard,
ya debes irte a tu casa. Te veo muy mal, amigo mío.
—Sí,
tienes razón. Seguro te veo pronto. Hablamos.
Jesucristo, espero que no,
pensó el vendedor alejándose del mostrador.
Eran
las nueve de la mañana cuando Richard salió de la farmacia para dirigirse a su
casa. Dos pasos afuera, su cuerpo se envolvió en una enorme antorcha de fuego
que despertó los gritos de las señoras que pasaban por la calle. Los hijos del
zapatero —Jesús y Ronald— apagaron la llamarada con tobos de agua dulce expulsada
por la bomba de su casa. El farmacéutico no salió del local hasta después del
intento de rescate de los muchachos. Mientras todo pasaba, él realizó una
llamada de emergencia hacia la casa del padre Fernando, cabeza de la iglesia católica
San Pedro —ubicada frente a la plaza del pueblo—. Y para la tarde de ese día ya
todos se habían enterado de cómo el sujeto, totalmente negro y consumido hasta
los huesos, seguía moviéndose y balbuceando con dificultad «Tengo sed».
Siete
días después hallaron a la madre. Para ese entonces, en El Alto nadie salía
después de las seis ni dejaban entrar a nadie a sus casas. La anciana dormía
para siempre en el centro de una pila enorme de heno en lo alto de un corral,
con el pelo lleno de paja. La encontraron al final de una fila de cerdos
desangrados, ocultándose del sol de verano.
Ambos
fueron enterrados en el cementerio viejo del pueblo, con la boca llena de ajo y
tomillo silvestre. Jamás volvieron a levantarse. Y no fueron los únicos.